El Circo de Patanjali
Yoga Sutras de Patanjali, Libro 4, Verso 1
La perfección del cuerpo, así como el logro de poderes sobrehumanos, pueden obtenerse por el nacimiento, por sustancias potentes de las plantas, por mantras, penitencias o meditación.
Una suerte de prefacio
Hay un dicho, español, creo, que tal vez conozcas –algo como ahogarse dentro de un vaso de agua. Desde la primera vez que lo escuché, pensé que se trataba de una excelente perogrullada. Y luego después, siempre presumí que era una recomendación para evitar ser abrumado por cosas insignificantes, o algo por el estilo. Jamás sospeché que podría referirse a otra cosa, a algo muy diferente. Eso sólo me quedó claro con el transcurso del tiempo y sólo después de un largo viaje.
Tu sabes, como siempre dicen, que el viaje más largo comienza con el primer paso. ¿Pero cuántos pasos se necesitan antes de llegar al final? ¿Cuántos pasos das en un día, en un mes, a lo largo de toda la vida? Pequeños pasos, grandes pasos, pasos firmes, pasos que detienen y por fin, no más pasos.

Un Verdadero Comienzo
Casi siempre, un paso conduce al siguiente; caminas por la calzada de una calle ruidosa, el sol brilla, la gente y los automóviles se apuran, realizando misteriosas encomiendas propias de la vida cotidiana—y de repente, te sales de la tierra y caes al abismo. Por supuesto, no es exactamente eso lo que ocurrió . En realidad, fue algo mucho más prosaico, como cuando bajas por las escaleras mientras piensas, de manera semi-consciente e inarticulada, que todavía queda otro peldaño –entonces, de pronto, pisas en la nada y sorpresivamente te tropiezas.
Habrás notado que cuando alguien se tropieza y cae, siempre mira hacia atrás, como para cerciorarse que todos sepan que están libre de culpa, y que, más bien, la responsabilidad por la aparente torpeza recae sobre el sendero ofensivo.
Y es así como todo comenzó—di un paso simple—y tropecé como si hubiese pisado en el vacío. Mi cuerpo se estremeció y se torció desesperadamente, intentando recuperar el equilibrio; mi corazón latió y se aceleró; mis ropajes estaban de pronto húmedos por el sudor. De modo predecible, regresé, tal como la mujer de Lot huyendo de Sodoma—o un Orfeo casi triunfante. Imaginé, con pensamientos a medio formar, que había descendido a una obra vial dejada accidentalmente sin rejas, pero no había ninguna cloaca abierta, ningún peldaño que faltara, ninguna brecha bostezando. Di una mirada acusadora hacia la acera, pero todo lo que pude ver fue tan solo una leve grieta, apenas un rasguño zigzagueante sobre la superficie del concreto.
Fue así como todo comenzó, pero no como iría a terminar. Durante los días que siguieron, este extraño vértigo ocurrió más a menudo y con mayor intensidad.
Estos desacuerdos con la gravedad ocurrieron sin razón aparente. En retrospectiva, parecieron haber irrumpido perversamente en las circunstancias más mundanas, como por ejemplo – sentado en mi escritorio extiendo la mano hacia el teléfono, pero en vez de encontrarse con un objeto conocido, mi mano se hunde en el espacio vacío. Perdiendo el equilibrio, caigo hacia delante y afuera de la silla, como si el escritorio se hubiese desvanecido completamente. Saltando hacia delante, intento recuperar mi equilibrio, y tironeando mi cabeza hacia atrás, me encuentro casi cayendo sobre mis nalgas. Habiendo dicho todo esto, debería agregar que sospecho que de haber estado alguien observándome, hubiese sido, a lo más, una contracción apenas visible.
En otra ocasión, estaba llevándome a la boca una taza de café, perdí el equilibrio y tuve que sostenerme para no caer de cabeza hacia esa profundidad insondable de vaporosa negrura.

No parecía que algo específico fuese necesario para detonar estos episodios; al comienzo ocurrieron tal vez una vez por mes; más adelante, algunas veces por semana y luego después, varias veces al día. Si esto hubiese sucedido a algún amigo, yo ciertamente le hubiera dicho que se cuide: de comer bien, dormir lo suficiente y, por supuesto, ir a ver a un médico. Probablemente hubiese tenido sentido consultar a un médico. No lo hice por la misma razón que me llevó a evitar mencionar mi desequilibrio repentino a Donna, mi mujer—tenía una invitación para visitar Moscú y no quería que nada se interpusiera en el camino.
Erase una vez, la URSS
La invitación llegó de la Academia de Ciencias, con ocasión de la presentación de un título honorario a mi amigo, el pensador argentino Mario Rodríguez (más conocido por su seudónimo Silo). Tenía que asegurarme de que nada iba a interferir con este viaje, de modo que cualquier intervención médica estaba descartada y en su lugar, intentaría no caerme al precipicio. Tampoco sería útil preocupar a Donna más de lo normal acerca de mi salud no ayudaría en nada a la causa. De cualquier modo, no era mi intención esconderle algo; quiero decir con esto que soy el primero en admitir que estoy dándoles una versión bastante colorida de lo que realmente ocurrió. En todo caso, ¿de que estamos hablando realmente aquí: de unos pocos episodios de mareo? Si tuviéramos que definir las cosas, diría que probablemente se debe a una falta de sueño o tal vez a algo que comí.
Llegué por fin a Moscú integrando la delegación que acompañaba a Silo. Y pese a que el Imperio Soviético acababa de caer, la vida cotidiana en Rusia todavía no se había derrumbado – del todo. Y con mucho cariño, se ofreció a nuestro pequeño grupo una suerte de gira semi-oficial. Nos reunimos con gente de los medios informativos, académicos, y militares. Nos reunimos con gente común, de todas las layas. Me parece que nos encontramos con todo el mundo, excepto los políticos. Manteniendo la naturaleza frívola de esta anécdota, no rellenaré estas páginas con muchos más elementos de este tipo; más bien les contaré lo que ocurrió cuando fuimos al circo, pero antes de referirnos a eso, permítanme hacer una digresión más.
Below you will find the first part of an anecdote that was written in the fall of 1988. It describes events that occurred around the occasion of The Russian Academy of Science presenting Silo with an honorary degree. You can read the talk he gave on that occasion here. Along with the various instalments of this story you’ll find illustrations by my friend and co-conspirator, Rafael Edwards.
After Silo read these anecdotes I received a number of requests for copies from friends to whom he had mentioned them. Hence, the Spanish translation which was a deeply flattering gift from some of my friends who thought it worth their trouble to render into another language, something I know from much experience is never an easy task.
Through the usual mechanism, of friends forwarding things to friends, a short manuscript with four of these anecdotes reached Karen Mulhallen a scholar, and writer as well as publisher of Descant , a Canadian journal of the arts. Karen suggested I submit it for consideration and the editors were kind enough to ask if they might publish a representative sample. They chose A Birthday Dream, which I’m posting to my blog.
Una entrada bochornosa y luego la cena.
Embarqué en Montreal, en un vuelo de un viejo Aeroflot. Se trataba de un cliché movido a propulsión a chorro, algo así como caminar dentro de un tablado armado para una broma pasada de moda. Todo: los asientos, la alfombra, la pintura, estaban desgastados por el uso. Todo olía a repollo y cigarrillos, pero tenía un hábil piloto en la cabina, alguien que probablemente tenía muchas horas combate. Había escuchado malas comentarios acerca de Aeroflot (y de los Ladas), pero viajo mucho y no soy de los que se preocupan por estas cosas. Pienso que, como algunos otros viajeros, mi desagrado por los viajes no significa que me importe esperar en los aeropuertos o que tenga miedo a desplomarme mortalmente, atrapado dentro de un avión que cae como un trompo a tierra. Más bien, se trata de ese malestar que parece aumentar con el número de zonas de tiempo que cruzamos. A veces, mientras más lejos viajemos a través del espacio, más sentimos que viajamos en un sueño donde todo resulta de modo tan familiar y a la vez diferente. O quizás a la inversa; donde todo parece tan extraño y sin embargo familiar. De cualquier manera, nos hace sentir como si fuéramos sonámbulos, no sólo forasteros en el espacio, sino también en el tiempo.
En esas ocasiones me parece perfectamente obvio que mi vida, tal como la vivo, es algo que estoy viendo desde el pasado. Como si este instante fuese una precognición—una advertencia o una lección sobre lo que podría ser. O bien, en ese mismo instante, e igualmente claro, parece ser exactamente lo contrario y realmente estoy viviendo un momento que ya se ha ido y todo esto nada tiene que ver con adivinar el futuro, sino un recordar; la revisión de una lección que ha sido previamente aprendida.
Cualquiera sean las razones, llegué a Moscú excitado, pero exhausto. Nuestra delegación cuasi-oficial fue alojada en un edificio de dormitorios del Departamento de Administración de la Academia de Ciencias. La mañana siguiente a nuestra llegada desperté y dando vueltas por la pieza poco conocida, abrí la cortina para echar un vistazo al campo universitario y al suburbio soviético que lo limitaba. Totalmente perdido, pensé, “esto no es Toronto, no es Nueva York, con certeza no es Sao Paulo…” Miré por un momento hacia fuera, casi espantado en mi confusión, y me vi forzado a reconocer que no tenía la menor idea acerca de donde estaba. ¿Por qué no estaba caminando en mi cama confortable, en mi propia pieza conocida, en vez de estar aquí—donde sea lo que este ‘aquí’ haya podido significar?
Ahora, por vergonzoso que parezca, estoy haciéndome cargo de esta confusión para que sepas exactamente con quien estás tratando. Esa profunda y breve desorientación pasó y salí para unirme a mis compañeros, justo en el momento en que nuestros anfitriones estaban preparándose para conducirnos a la cafetería.
Ahondando en las digresiones.
Normalmente, no debiera haber una actividad más prosaica que las cenas institucionales, pero estábamos en el corazón del cuerpo en descomposición del gigante que otrora fue la URSS. Comiendo en la cafetería siempre fue algo interesante, no sólo por la oportunidad que ofrecía para conversar con académicos de toda la ex-Unión Soviética, sino porque en sus atributos físicos específicos, así como en los rituales del comer, parecía un microcosmos del país en si mismo. Pese a la selección algo limitada de alimentos, la gama ofrecía, no obstante, desde pudines que en casa habrían sido considerados en el mejor de los casos utilitarios, hasta un esturión increíblemente delicado, que en Toronto, de ser posible de obtener, hubiese sido ciertamente carísimo. Uno haría filas en el mostrador, seleccionaría la comida y se uniría al conjunto de gente dispersa en torno a hileras y más hileras de mesas vacías. Al margen de la culinaria regional, era en verdad sólo una variante más de alimentos funcionales que uno puede encontrar en instalaciones semejantes de cualquier lugar del mundo. Lo único que me inquietaba era porqué, en una semana entera de comidas, nunca había un tenedor disponible y habían servilletas, cucharas y cuchillos, tazas, platos, todo el equipo habitual—pero nunca, ni siquiera una sola vez, un tenedor. Misterio sobre misterio.
Basta con eso; nos vamos al Circo
Siempre había oído hablar que en la URSS se tomaban los circos con mucha más seriedad que en occidente. Pese a las fallas trágicas, frecuentemente monstruosas, del régimen Moscovita, interpretaba este interés por el circo como una señal de auténtica cultura. Más que imágenes de gente común haciendo fila para ir a la ópera, o muchedumbres llenando estadios deportivos para presenciar campeonatos de ajedrez, el ‘respeto’ demostrado por las artes circenses me pareció como marca de verdadera civilización.
Sentado, miraba hacia abajo como se desarrollaba el espectáculo bastante lejos de donde estaba. Hechizado por un acto que a la vez era teatro y acrobacia, me sentí repentinamente como siendo arrojado hacia abajo desde mi asiento en la fila superior. Aterrorizado, estaba cayendo y rebotando, como apuntando al anillo del circo que, como blanco, me esperaba tan lejos allá abajo. Instintivamente me eché hacia atrás todo lo que pude y en este proceso me lancé hacia las rodillas de un confundido extraño sentado a mi lado. Tuve esperanzas que mis amigos no se percatarían de mi extraño retorcimiento o de la fina película de sudor pegada a mi ropa que humedecía a estas alturas mi frío y húmedo cuerpo.
Allí estaba, sentado en esta montaña rusa invisible, con mis manos aferradas en un puño espasmódico al borde del asiento; mis mandíbulas remachaban para no tener que gritar. Y aunque aliviado de encontrarme de vuelta al punto donde comencé, sentado entre el público, no lograba relajar del todo y disfrutar del espectáculo. No recuerdo casi nada de los actos que prosiguieron. Una vez más estaba oscilando en el límite de un abismo sin fondo, retenido por hilos casi invisibles de emprender un nuevo vuelo vertiginoso. Podía sentir el tirón que ejercía el abismo que se abría delante de mí, llamándome, halándome hacia abajo. Comencé a sentirme vacilando de nuevo. Esta vez sería un choque certero con los payasos que actuaba abajo. Mientras me bamboleaba casi cayéndome, de pronto empecé a formular un pensamiento poco probable: ¿y si no cayera hacia abajo? ¿Y si pudiera caer hacia arriba? El pensamiento se completó justo un instante antes de aplastar a un payaso desventurado, y tal como lo había imaginado, comencé a elevarme por sobre los payasos y la multitud.

Más y más extraño
No se por cuanto tiempo continuó el circo; yo había encontrado otra manera de entretenerme y hasta que partimos, me suspendí en el aire, me arrebaté, floté y me encumbré. Era una perspectiva extraña. Los hombros: estrechos, anchos, apretados dentro de chaquetas o desnudos. Cuellos: refregadas, desfallecidas y
quebradizas. Las cúspides de las cabezas: semi-calvas o calvas. El cabello: despeinado, grasoso y bien peinado, largo y corto. Los ojos: algo apartados de mi, fijos en la representación que de modo tan hábil estaba siendo ejecutada.
Pero eso fue sólo el comienzo. Después de todo, ¿que tenía que ver el volar con la rajadura en la vereda o la zambullida al interior de una taza de café? Muy pronto se hizo patente que mi habilidad para volar era sólo un aspecto de algo mucho mayor. Cualquiera que fuesen las leyes de la física que gobernaban la relación entre mi cuerpo y el cosmos se habían convertido en algo imposiblemente maleable. De hecho, podía encoger mi cuerpo a algo más chico que una rata, escabulléndome entre las piernas de los espectadores, todavía fijados en los actores del circo. Podía achicarme mucho más, como insecto o todavía más pequeño. Podía desaparecer entre las rajaduras y rasguños que cubrían el suelo. Con la misma facilidad, podía crecer, hasta que mi cabeza presionara sobre el techo del vasto auditorio. En perspectiva y dimensión, estos cambios parecían menos preocupantes que el hecho de que nadie parecía darse cuenta de mis hazañas. Pero lo que ahora es una cuestión obvia, en ese momento sólo fue una vaga inquietud. En la conmoción del momento, aun ese misterio tan perplejo parecía insustancial.
¡Y eso es todo amigos!
Lamento decir que no tengo un final demasiado satisfactorio para esta anécdota más bien ridícula, salvo para certificarte que todo esto sucedió en realidad. Supongo que por razones de integridad, debo confesar que por muchos años sufrí dolores de cabeza. ¿Será que eso tiene que ver con estos extraños incidentes?
Tal vez algunos puedan no pensar de ese modo—las migrañas, a fin de cuentas, tienen un componente neurológico. Tanto la macroscopía como la microscopia son formas particulares de alucinación, que inciden en que la sensación que se tiene de los objetos del mundo, o del sujeto (yo, en este caso), han crecido hasta proporciones gigantescas o contraído a tamaños pequeñitos. Ciertamente, no se trata de formas comunes de alucinación; estas son tal vez mejor conocidas como síntomas relativamente poco comunes que sufren algunos afectados por migrañas. También se sabe que ocurren en algunos casos que otrora eran conocidos como epilepsia del lóbulo temporal (a la que actualmente se le llama ataque parcial complejo). Por ese motivo, debo decirte que he pasado por más de un examen neurológico y me declararon completamente sano—al menos en este aspecto.
Estos síntomas tienen también una encarnación literaria; algunos críticos sostienen que están al origen del crecimiento y encogimiento de las transformaciones corporales que sufre Alicia en el curso de sus aventuras,
en el País de las Maravillas de Lewis Carol—‘bébanme’, de veras.
Por supuesto, hay quienes atribuyen las transformaciones corporales de Alicia a las setas sobre las cuales se sentó el ciempiés o lo que sea que haya estado fumando. Aquellos que no son despistados fácilmente por toscas racionalizaciones materialistas bien podrían considerar lo que Patanjali nos dice en sus Yoga Sutras:
La adquisición de poder sobre los elementos otorga al asceta diversos perfeccionamientos: el poder para proyectar su cuerpo al más mínimo átomo, o expandirse al tamaño del mayor de los seres; crecer en peso o en luminosidad; extender su cuerpo o sus miembros a cualquier tamaño; doblegar la voluntad de otros a la suya propia… (Yoga Sutras, Libro 3, verso 46)
Si esta es la verdad de una historia verdadera—y lo es—¿cuál puede ser su significado? ¿Cómo puedo explicarla? Como un sueño, ¿un síntoma neurológico, tal vez el logro accidental y no merecido de uno de los siddhis logrados por maestros de yoga, una alucinación o algo del todo diferente? Puedes escoger cualquier explicación que desees. Por mi parte, no echaré lodo al agua con interpretaciones. ¿Para que confundir más las cosas?
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